Recuerdo el día porque era un día soleado de los que en realidad solía odiar, recuerdo el día porque ese día conocí a la persona, ¿y quien no recuerda el día que conoce a alguien que ama?. Salí de casa con la decepción de siempre, las caras en la calle que siempre te dan una idea del mundo que crees conocer pero del cual no sabes nada, salí de casa esperando poco y encontrando mucho. Sentado en ese anden, conociéndolo sin conocerlo, apareció, sabía quien era porque lo estaba pensando, lo había mentalizado ya hace mucho, era todo lo que quería, era quien iba a acabar conmigo, por quien escribiría más de mil letras, por quien lloraría noches eternas y solitarias. Lo conocí sabiendo quien era para mi, conociendo su cuerpo porque siempre soñé con recorrerlo con caricias infinitas, con poemas escritos en cada comisura de su cuerpo, con besos tatuados sobre su piel ya un poco dolida y golpeada de pasado, de historias que compartiríamos ese día y muchos más que vinieron después, muchos más días asquerosamente soleados.
Lo encontré como se encuentra lo que uno siempre busca pero no espera encontrar fácilmente, lo encontré sin quererlo, o me encontró a mi, aun no lo sé, el destino juega sus cartas de manera ridícula pero esta fue una mano ganadora, le debo mucho. Sin mucho esfuerzo entablamos relación, una un poco de película romántica, de esas de las que llegas a leer pero en la que nunca piensas ser protagonista, de esas en las que nunca creerías de no verlas, o en este caso, sentirlas hasta en el más pequeño hueso de tu cuerpo. Conocerlo fue una ráfaga en el cuerpo, una sensación en la que el corazón late tan rápido que parece que el corazón fuera todo tu cuerpo y que todas tus venas fueran a estallar a la mención de su nombre, al contacto con sus manos, al simplemente sentir su aroma rodeando ese momento perfecto en el que entre conversaciones infinitas conocimos nuestros mundos y hasta creamos uno nuevo, uno perfecto me atrevo a decir.
En esta época de mi vida debo reconocer que andaba perdido, conocía todos mis caminos y aun así todos era equivocados, familiares, conocidos pero erróneos todos. Reconozco que fui feliz, tanto que no me importaba ponerme en ridículo cantando canciones de musicales en público o que no me importaba contarle como en cuestión de semanas me salvó de la mejor forma que uno puede ser salvado. Reconozco que me entregué a ese sentimiento y que valió la pena decirle muchas de mis debilidades, para que las conociera y las amara, no demoré en mostrarle mis defectos, para que los aprendiera a querer lo más pronto posible, porque quería vivir mi historia de amor a como de lugar. Recuerdo a Bocelli en mi cabeza, si que lo recuerdo, como una estaca clavada en mi cabeza cada vez que pienso en Momentos específicos, recuerdo películas, baladas, lagrimas y abrazos, pero lo que más recuerdo son ojos, ojos que no se iban, que no se desviaban, ojos tímidos y ojos perfectos, tanto en el espejo como en su mirada, brillando como esa Luna que lo espantaba, esa Luna a la que le temía y de la cual me contaba que huía.
Curioso es que siempre salíamos de día, soleados para mi desgracia, salíamos a comer, salíamos a cantar en arboles torcidos, salíamos a perder el tiempo contándonos historias del pasado, conociéndonos y amándonos en cada palabra que compartíamos, salíamos siempre de día y una noche acostado lo noté, miraba La Luna y me preguntaba si tenía algo que ver su miedo a La Luna con salir en la noche. Un día soleado como muchos otros me propuso raptarlo, llevarlo lejos de casa para poder tenerlo cuando ya El Sol hubiese caído y nuestros cuerpos finalmente se tocaran bajo otro cielo, uno más privado, más romántico en mi concepto. El aterrado me decía que era una noche de Luna, no de novilunio, sino donde La Luna se veía en el cielo, sin dudarlo le pregunté por el temor que tenía hacia la noche o La Luna misma, como era de costumbre en muchas conversaciones intimidado apartaba la mirada e ignoraba mis comentarios, mis preguntas o inclusive mis elogios. Era obvio que no llegaríamos a tiempo para complacer su petición así que me confesó sus temores, me decía que le temía a la cercanía de La Luna y La Tierra, en realidad le daba miedo, pánico, era casi una fobia que se podía esperar de un licántropo, no digo mentiras.
Me decía que El Sol por su brillo no se dejaba ver como era, que era demasiado incandescente para mirarlo directamente, para examinarlo y conocerlo para saber bien de El no había forma. Después me hablaba de La Luna, de cómo ella si se mostraba completa, en todas sus fases, demostraba como nacía y moría cada mes, mostraba sus etapas, sus cráteres, al menos los que se ven desde acá. Me decía que cada vez la veía más cerca, de las pocas veces que se atrevía a mirarla se aterraba porque sentía que se le venían encima todas esas fosas lunares, sentía que el mundo se acabaría si miraba al cielo de noche. La verdad no sabía que pensar, estuvimos la mayoría de la noche en un café con un olor particular a madera, a aromática de frutas, a tazas grandes de café y un aroma rustico que fue testigo de lagrimas, de confesiones personales, de un momento que guardo como tesoro, porque en realidad lo fue. Era abrir un libro que ambos teníamos empolvado en un estante dentro de nuestras mentes y corazones, era un diario de confesiones que nadie conocía hasta ese momento en el que decides darle tus pensamientos a esa persona, cuando decides darle tu pasado y tus temores sin pensarlo, sin avecinar nada, sin pensar más allá de las risas, de los silencios, de esa intimidad que se construyó en esa noche de café, vino caliente y fuego en las venas.
Ni él ni yo eramos personas sociales, de esas que comparten sus vidas con cualquier extraño que salude, no eramos personas de muchos amigos, ni de hablar siquiera, pero en ese momento eramos dos y esos dos que fuimos ahí, esa noche, eramos todo. Luna y Sol. Eternidad y nada más que eso. Un infinito que nunca se detuvo, no esa noche. En ese momento ni pensaba en el amor, no pensaba en nada, el amor se volvió poco, el amor se volvió un mito porque cuando se ama es cuando se conoce esa persona que te hace ser a ti eso que es lo que llegas a amar en realidad. Pero no, esto era diferente, lo amaba a el, amaba lo que era yo, si, pero amaba lo que representaba escucharlo, oír sus teorías de la vida, prestarle atención a sus vivencias y relatos fue algo que llegué a amar más allá de amarme a mi mismo estando su presencia en mis días.
Así pasó la noche, en el momento de salir del lugar me tomó la mano, entendí que notaría en la noche esa luz que da La Luna, esa luz que baña las calles de un azul pálido que convertía nuestras caras blancas y que le aterraba tanto, tomé su mano y le confesé otro de mis miedos, uno que no entró en las conversaciones que habíamos tenido, uno que tampoco confesaré en este momento pero que bajo esa luz tenue lo que logró fue un lazo de confianza, unas cuantas lagrimas de felicidad y un abrazo que duró lo que duró todo esa noche, minutos perfectos e interminables. Seguimos caminando, molestándonos con comentarios aleatorios y con un humor que resultó ser muy acorde el uno del otro, en realidad me sentía no caminando bajo la luz de La Luna sino que me sentía caminando en un terreno seguro, uno poco familiar, un camino que ya no conocía pero que se sentía suave y perfecto, como una nube allá arriba al lado de esa Luna que fue protagonista de un beso. Un beso sin planear y lejos de ser bueno en términos generales del manual del beso, fue un beso torpe y tierno, eso fue y fue perfecto.
Esa pudo ser nuestra última noche, nuestro último encuentro, salí de mi casa esperando miedo y el mismo desequilibro de siempre. Ese y muchos días sentí miedo, pero esa noche fue la noche en la que conocí esa parte de mi que juré que nunca dejaría morir, podrán patearla y herirla, pero nunca morirá, era yo en ese momento un romántico y así seguiría, inclusive en soledad. Nunca olvidé esa promesa interna, nunca olvidé que amé y fui amado, y fue suficiente solo una noche para hacer de ese el último día de mi vida si tuviese que serlo.